El último kantiano de la Alemania nazi


"El perro y el hombre conviven estrechamente desde la cultura auriñaciense, hace más de 30.000 años. Es decir,durante los últimos 30.000 años hombres y perros hemos compartido la misma casa, el perro ha dormido a nuestro lado y ha comido de nuestra comida.El zoológo Desmond Morris demostró que en todos los tiempos todas las culturas han tenido necesidad de mascotas como elemento equilibrador y de bienestar psicológico. Trabajos como los que actualmente realiza el doctor Vilmos Csanyi en la Universidad Eotvos bajo el título "Family Dog Proyet" han venido a confirmar la importancia en la evolución humana que ha tenido el perro y que hace un siglo llevó a Georges Cuvier a escribir "la mejor conquista del hombre ha sido la domesticación del perro". Las sociedades occidentales son cada vez más restrictivas, hay una verdadera confusión entre derechos colectivos y libertades individuales. En países como Estados Unidos están produciéndose verdaderos guetos poblacionales dentro de las ciudades, con zonas, barrios, edificios para uso exclusivo de gays, parejas sin hijos, parejas con hijos, singles, propietarios de mascotas, fumadores, no fumadores, y hasta tocadores de gaita con castañuelas. Que unos no nos molestemos a otros, que no confrontemos nuestros gustos y opiniones, cada uno en su gueto con los que son iguales. ¿Es eso la felicidad o un mundo que ha perdido la esencia humana? Me crié con un perro al lado y he pasado toda mi vida con algún perro al lado, tengo muchas horas de compañía y afecto que agradecer a la especie canina y por ello me siento con el deber de su defensa."

Eduardo de Benito

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"Éramos 70 en un comando forestal para prisioneros de guerra israelitas, en la Alemania nazi. El campo llevaba —singular coincidencia— el número 1492, fecha de la expulsión de los judíos de España, bajo el reinado de Fernando V el Católico. El uniforme francés nos protegía aún contra la violencia hitleriana. Pero los otros hombres, los llamados libres, que nos cruzaban o nos daban trabajo, órdenes o incluso una sonrisa —y los niños y las mujeres que pasaban y a veces levantaban los ojos hacia nosotros—, nos despojaban de nuestra piel humana. No éramos más que una sub-humanidad, una manada de monos. Fuerza y miseria de los perseguidos, un pobre murmullo interior nos recordaba nuestra esencia razonable. Pero ya no estábamos en el mundo. Nuestro ir y venir, nuestras penas y nuestras risas, nuestras enfermedades y distracciones, el trabajo de nuestras manos y la angustia de nuestros ojos, las cartas que nos hacían llegar desde Francia y aquellas que aceptaban para nuestras familias, todo eso ocurría entre paréntesis. Seres encerrados en los límites de su especie, pese a todo su vocabulario, seres sin lenguaje.

El racismo no es un concepto biológico, el antisemitismo es el arquetipo de toda confinación. La opresión social, en sí misma, no hace sino imitar ese modelo. Encierra en una clase, priva de expresión y condena a los "significantes sin significados" y, en consecuencia, a las violencias y combates.

¿Cómo expresar un mensaje de humanidad que, desde atrás de los barrotes de las comillas, cobre otro perfil que el de un hablar simiesco?

Y llegamos al momento en el cual, promediando un largo cautiverio —durante unas breves semanas y antes de que los centinelas lo echen— un perro vagabundo entró en nuestra vida. Vino un día a sumarse a la multitud, en circunstancias en las que, bajo custodia, volvía del trabajo. El animal sobrevivía en algún rincón salvaje, en los alrededores del campo. Pero nosotros lo llamábamos con un nombre exótico, Bobby, como conviene hacerlo con un perro querido. Aparecía en los reagrupamientos matinales y nos esperaba al regreso, brincando y ladrando con alegría. Para él —era indiscutible— fuimos hombres.

El perro que reconoció a Ulises bajo su disfraz cuando regresó de la Odisea, ¿era pariente del nuestro? ¡Pero no, claro que no! En aquella ocasión, se trataba del regreso a Ítaca, a la patria. Nosotros, allí, no estábamos en ningún lugar. Este perro era el último discípulo de Kant en la Alemania nazi, sin contar con el cerebro necesario para universalizar las máximas de sus pulsiones. Descendía de los perros de Egipto. Y su ladrido amigo —su fe de animal— nació en el silencio de sus abuelos de los bordes del Nilo."

Emmanuel Levinas
extraído de Nombre de un perro, o el derecho natural
Difícil Libertad, Buenos Aires, Ed. Lilmod, 2004

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