A Philippe

Tú no puedes morir. Te está prohibido.
La belleza, el dictamen del luminoso ardor,
la infancia pura donde alienta la sangre
te han marcado.

Tú no puedes morir ni darte el abandono
su estocada final.

Desafía la cuerda la puntual despedida
y el tiempo —esa emergencia oscura que linda
con el barro— termina de caer.
Por tu garganta sólo la aurora existe
y existe la promesa, el alba, el don del aire

que nos vuelve a habitar
como entre sueños la voz que susurraba:

Ya estás donde estarás.
Aquí es tu casa.
Tú no puedes morir.

* * *

Una ignorancia es puente si no caigo
a las aguas de la figuración.

Yo no me miro en ti,
sólo te miro
y eso es veneración: esta distancia
que confía a la mirada muda
y al canto la suerte de este viaje.

Yo no me miro en ti.
Yo no me escucho.
Yo padezco tu voz
como padezco la gracia de este mundo:
con el gozo tenaz de un animal de paso,
con la secreta insignia que portan los caídos,
y con mi humanidad.

Yo celebro tu voz que se ha quedado
Con su tenue espesor
Acorralándome.

* * *

Y tú estabas allí
en uno de los incontables escenarios
que te vieron robar
el fuego puro.

Y tú estabas allí
y aquí nosotros
felizmente cercados
por el aire
y la gloria
que no se puede asir.

Y tú estabas aquí.

* * *

La música es mi graciosa compañera.
La música que hiere.
La única música
que yo espero alcanzar

* * *
Ahora es nuestra vida
en la eterna presencia del misterio.
Tú no puedes morir
mientras ejerzas
el blanco oficio del que pule
de todas las muertes las aristas
con la dulce paciencia
del niño que cantaba.

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